Cómo Qatar quiere conquistar el mundo comprando obras de arte
La familia real de Qatar ha convertido el arte en la palanca para cambiar la imagen del país árabe y atraer turistas. A golpe de talonario, es desde hace años el mayor comprador de las principales subastas, donde ha adquirido piezas de Gauguin, Cezanne, Warhol, Bacon…
A diferencia de su histórico rival, Emiratos Árabes, no persigue establecer franquicias locales del Louvre o el Guggenheim. La hermana del emir y responsable de las adquisiciones de la red de museos dispone de un presupuesto anual de 1.000 millones de dólares
En 1903 el historiador y diplomático británico John Gordon Lorimer fue enviado por el Imperio para descifrar el censo de Doha. Sus pesquisas sobre la colonia alumbraron un padrón preciso: 12.000 personas, 800 camellos y 150 caballos habitaban una tierra baldía. Un confín remoto y tribal, plaza fuerte de turcos y británicos, que se contaba entre las poblaciones más pobres del planeta. Medio siglo después de la labor detectivesca de Lorimer, el hallazgo de petróleo y gas -tardío, si se compara con el milagro de sus vecinos del Golfo Pérsico- desterró la búsqueda de perlas, hasta entonces su principal actividad económica.
Los dólares han esculpido desde entonces el horizonte de rascacielos que asoman desde la corniche y la geografía de una ciudad en perpetuas obras. Qatar, con una superficie similar a la de la región de Murcia, se jacta de ser el país más rico del mundo, con el mayor PIB por habitante del planeta. 2,7 millones de almas -de las que sólo el 12% tiene carné de identidad qatarí- residen en el reino de los Al Zani.
Sin estrecheces económicas ni recesiones a la vista, su familia real hilvana bajo el skyline de grúas y lujo las costuras de un oasis cultural mientras, al unísono, levanta los estadios del Mundial de fútbol de 2022. “Como ve, nuestras ambiciones son grandes y nuestro radio de alcance amplio. Nuestro objetivo final es convertir Qatar en la capital cultural de Oriente Próximo y, para ello, hemos construido un caso sólido en más de una década de operaciones”, confiesa a PapelAhmed al Namla, el director ejecutivo de la Autoridad de Museos de Qatar, una de las agencias estatales que contribuyen a lo que hasta hace poco se antojaba un espejismo.
El repentino interés por la cultura surge de la nada, sobre las arenas de un terruño hasta ahora estéril. En honor a su pasado nómada y humilde, una red de cuatro museos ha abierto sus puertas recientemente en Msheireb, el que fuera el centro de Doha y hogar de progresos como la primera rotonda tras la irrupción de los coches, el primer aire acondicionado, el primer hotel o la primera fábrica de hielo. A media mañana el vacío recorre los pasillos de la casa Bin Jelmood, la institución del cuarteto de museos dedicada a desempolvar la historia universal de la esclavitud.
El relato, a través de un despliegue de pantallas y explícitos vídeos, no elude la historia propia en un país donde la esclavitud no fue abolida hasta 1952. Sobre los muros se proyectan sin pausa recreaciones del viaje de los esclavos africanos reclutados para la búsqueda de perlas bajo el agua o la tarifa de precios de las vidas comerciadas. El ejercicio de memoria tampoco se olvida de citar el moderno sistema kefala, que ha sojuzgado durante décadas a los migrantes de los sectores doméstico y la construcción en la Península Arábiga.
“Son cuatro viviendas históricas que han sido renovadas y equipadas con tecnología moderna e interactiva. Ofrecen un viaje al pasado en el que se puede experimentar con la historia”, comenta su portavoz Mariam Sultan al Jassim. La aneja Company House invita a pasear por el cuartel general de la primera empresa petrolífera del país a partir de los objetos -la furgoneta que trasladaba a los empleados hasta los campos de oro negro, la caja registradora o las latas de conservas que trajeron consigo los ingenieros occidentales- que han sobrevivido a medio siglo de vertiginosas transformaciones.
En el mapa de galerías que afloran por Qatar -que sumará el próximo mes el Museo Nacional, un edificio en forma de rosa del desierto diseñado por el francés Jean Nouvel-, la joya de la corona es el Museo de Arte Islámico, una mole plantada en una península artificial que se abre a la bahía de Doha. Un centro con una década de existencia, firmado por el arquitecto chino estadounidense I. M. Pei que presume de albergar la mejor colección de arte islámico del planeta, una miscelánea de 14 siglos que se extiende desde China hasta España.
Según datos facilitados por el museo, medio millón de personas visitaron el pasado año su colección permanente y su exposición temporal, dedicada a un patrimonio sirio en peligro por ocho años de guerra civil. Su bodega se nutre de una febril política de adquisiciones liderada desde hace más de una década por Sheija Al Mayasa, hermana del actual emir Tamim bin Hamad Al Zani, que ha convulsionado el mercado internacional del arte. “Bajo su visionaria guía la autoridad de museos fue establecida con la aspiración de crear una infraestructura cultural fuerte y sostenible”, desliza Al Namla. A sus 35 años, Al Mayasa maneja -según estimaciones publicadas por Bloomberg- un presupuesto anual de 1.000 millones de dólares para desembolsar en galerías, casas de subastas y coleccionistas. A pesar del sigilo con el que administra sus apuestas, su nombre aparece tras las adquisiciones recientes y astronómicas de obras de Gauguin, Cezanne, Warhol o Bacon.
Una pinacoteca que desafía el conservadurismo de la región y del propio país, que comparte con la vecina Arabia Saudí el wahabismo, una puritana rama del islam. En noviembre el enésimo órdago se deshizo de las telas que lo habían mantenido cubierto durante un lustro: una serie de 14 colosos de bronce tallados por el británico Damien Hirst que transita la génesis humana, desde el instante en el que un espermatozoide fecunda un óvulo hasta el nacimiento.
“Cuando estuve allí, tuve la impresión de que son muy abiertos, muy liberales y, en muchos sentidos, cercanos a lo que se practica en otras partes del mundo. No es exactamente como otros lugares del Golfo Pérsico”, opinó el artista chino Ai Weiwei cuando el pasado año expuso por primera vez en uno de los nuevos centros estatales que alberga Doha, Fire Station. Un antiguo parque de bomberos rehabilitado como centro de exhibiciones y residencia de artistas. “Los espacios de intercambio como Fire Station están aumentado. La comunidad artística está creciendo muy rápido”, constata Abrar Ahmed, una joven pintora qatarí que sueña con abrir su propia galería. “Quiero compartir mi pasión e inspirar a otros”, sostiene.
En los confines de la capital de Al Yazira, el canal de televisión que revolucionó la cobertura de la invasión estadounidense de Irak, y el país que hospeda entre sus fronteras una base militar estadounidense, la cultura no es solo una jugada para seducir al turismo. También para ganar influencia. “El arte se ha convertido en una parte muy importante de nuestra identidad nacional”, admitió hace algún tiempo la princesa que mueve los hilos del plan. “No es una burbuja. Existe un mercado del arte. Tenemos clientes y artistas afincados en el país y también invitamos a expertos internacionales”, subraya Anas Kutit, asesor de la Al Markhiya, la decana de las galerías privadas de Doha.
Sometida a un severo bloqueo regional desde junio de 2017, Qatar ha hallado en la diplomacia cultural un territorio donde cultivar su imagen internacional y mantener el pulso. Sobre las paredes de Fire Station han crecido grafitis que dibujan el rostro compartido del actual emir con el de su padre o un puño cerrado que se abre paso por una alambrada. A diferencia de su histórico rival, Emiratos Árabes Unidos, la estrategia qatarí no persigue establecer franquicias locales del Louvre o el Guggenheim.
Los petrodólares qataríes prefieren, también en el arte, caminar a su aire. Un hermano rebelde al que las monarquías saudí y emiratíes culpan de haber financiado las protestas que hace ocho años cruzaron el mundo árabe. La narrativa de aquella primavera, erradicada a golpe de represión en el resto de la región, anida en las solitarias salas de Mathaf, el museo de arte árabe moderno. Una suerte de refugio donde la egipcia Amal Kenawy, ya fallecida, muestra la ira popular a partir de una instalación hecha de un centenar de bombonas de gas bajo el título de Las multitudes silentes o el iraquí Nazar Yahya denuncia la “militarización de Bagdad” minando de puntos rojos un plano plagado de fortificaciones y puestos de control. Un relato provocador de las mordazas que triunfan entre los árabes que no escatima recursos.
“No hablamos de cifras concretas. Están haciendo grandes inversiones en cultura cuando, por ejemplo, mi país natal ha decidido recortar. Están dispuestos a financiar la creatividad”, apunta el británico Stuart Hamilton, subdirector de la flamante Biblioteca Nacional de Qatar.
Por Francisco Carrión para El Mundo
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